Uno de los capítulos más perturbadores del libro Un antropólogo en Marte, de Oliver Sacks, es el que se refiere al caso de un paciente incapacitado para ver en color: su vida pasa por delante de sus ojos en blanco y negro, como en una película clásica. A la hora de comer espagueti, sin embargo, la idea un Bogart resolviendo un caso se borra de un plumazo: el paciente siente repugnancia, se siente como si comiera gusanos.
A pesar de que el sabor del plato no ha cambiado, sí que lo ha hecho el color. Y los colores son importante para los sabores. Como lo son las texturas. Y, a su vez, los sabores son fundamentales para comer. Hasta el punto de que las personas que ha sufrido un cáncer y tienen los receptores del sabor destruidos a causa de los tratamientos de radiación, pueden tener serios problemas a la hora de alimentarse.
Por mucho que los pacientes sin sabor informen a su cerebro de que deben comer, se sienten como si comieran cartón. Se atragantan. Sienten asco infinito. Tal y como abunda en ello Mary Roach en su libro Glup al abordar cómo los aromas también pueden potenciar los sabores:
El gusto y el olfato están entrelazados de manera que no podemos apreciar conscientemente. Los ingenieros de alimentos a veces explotan la sinergia entre ambos. Al añadir fresa o vainilla (aromas que asociamos con la dulzura) es posible engañar a la gente y pensar que la comida es más dulce de lo que realmente es. Aunque engañoso, no es necesariamente malo, porque significa que el producto puede contener menos azúcar añadido.
Del mismo modo, las salsas de las comidas precocinadas son básicamente mejoradores de la palatabilidad para humanos. El proceso de cocción del pollo en un plato para microondas tiene un sabor muy tenue o casi inexistente. El sabor proviene casi por completo de la salsa. Y lo mismo ocurre con un Cheeto, que sin su cobertura de polvo que añade sabor al conjunto, convertiría el snack en algo casi incomestible por su ausencia casi total de sabor.
Foto | Eloquence
Ver 6 comentarios