Aunque hoy en día nos parezca un acto natural, durante siglos, incluso cuando los seres humanos ya dominaban el fuego y lo usaban para cocinar alimentos, el uso de ollas y recipientes específicos para alojar la comida (o el agua hirviendo) fue algo de difícil implantación.
En primer lugar porque era difícil encontrar recipientes que resistieran el fuego y permitieran cocinar el alimento. En segundo lugar, porque el agua era la antítesis del fuego. Podéis leer más sobre todo esto, así como las formas en las que algunos pueblos cocinaban usando la energía de la Tierra, aquí.
Los polinesios que viajaron a las islas del Pacífico más orientales durante el primer milenio, llegando a Hawai, Nueva Zelanda y la Isla de Pascua desde Samoa y Tonga, por ejemplo, sabían fabricar ollas: desde el 800 a. C. elaboraron piezas de alfarería. No obstante, al llegar a las islas Marquesas, alrededor del año 100 de nuestra era, abandonaron la alfarería y decidiendo cocinar de nuevo sin ollas.
La humanidad se resistía a abandonar los métodos de cocción tradicionales, y consideraban las ollas algo inferior, incluso innecesario, sobre todo si se comparaba con los hornos de piedras calientes, que eran un método excelente para alimentos voluminosos, entre otras cosas, tal y como explica Bee Wilson en La importancia del tenedor:
Otro de sus puntos fuertes era que permitía ingerir un buen número de plantas salvajes que de lo contrario no habrían sido comestibles. Los alimentos cocinados tradicionalmente al calor lento y húmedo de estos hornos de tierra solían ser bulbos y tubérculos ricos en inulina, un hidrato de carbono que el estómago humano no puede digerir (y presente en las castañas de tierra, de ahí sus notorios efectos flatulentos. La cocina con piedras calientes transformó estas plantas por medio de la hidrólisis, un proceso que libera la fructosa digerible del hidrato de carbono. En algunos casos, estas plantas tenían que ser cocinadas durante sesenta horas antes de que se produjese la hidrólisis. Sin embargo, la cocción lenta y húmeda tenía un agradable efecto secundario: estos bulbos salvajes, tan poco apetecibles en un principio, adquirían un fantástico sabor dulce.
Según un grupo de investigadores de la Universidad de Harvard, la capacidad de cocinar y procesar alimentos permitió al Homo erectus, a los neandertales y a los Homo sapiens llevar a cabo un gran salto evolutivo que les diferenció de otros chimpancés y primates.
Este estudio se basa en el hecho de que cocinar comida con fuego y herramientas implica un mayor número de calorías consumidas y menos tiempo necesario para rebuscar y comer. Además de una reducción en el tamaño de los molares y un aumento de la masa corporal.
Al cocinar un alimento estamos predigiriéndolo de algún modo, así que, más tarde, apenas necesitaremos una hora para digerirlo. Los chimpancés, por ejemplo, tarda cinco o seis horas en masticar y digerir sus alimentos. La energía que ahorraron nuestros antepasados en la digestión fue aprovechada evolutivamente para alimentar un cerebro en proceso de expansión.
Cocinar a gran altura también supone un desafío, porque el punto de ebullición del agua desciende considerablemente y el alimento se cocina más lentamente. Al estar a una presión de 1 atmósfera, el agua hierve a 100 grados. Pero a una presión de 217 atmósferas, el punto de ebullición alcanza su valor máximo: 374 grados. Así que imaginad lo lento que puede llegar a ser cocinar un guiso a 5.000 metros de altura.
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